Al tenor de los recientes acontecimientos en Estados Unidos, tras el brutal asesinato del afrodescendiente George Floyd a manos de un agente de policía blanco, es muy probable que el presidente Donald Trump pase a la historia como el último mandatario de este país que se decante por las consignas defendidas en su día por los Estados Confederados de América (CSA, por sus siglas en inglés), así comienza el columnista Eugene Robinson un artículo relativo a la actual coyuntura en el país norteamericano, publicado en el diario The Washington Post.
En su escrito, el periodista anota que los acontecimientos en curso debían haberse sucedido hace 155 años, cuando el general confederado Robert E. Lee claudicó en aquella mañana del 9 de abril de 1865 ante el general unionista Ulysses S. Grant en la batalla de la Corte de Appomattox, que tuvo lugar en la localidad homónima, situada en estado de Virginia, que puso fin a la también llamada Guerra de Secesión, que se libró en EE.UU. desde 1861 hasta 1865 entre las tropas confederadas de varios estados sureños y las fuerzas unionistas de los territorios del norte como resultado de una controversia histórica sobre la esclavitud.
Robinson sostiene que, observando las masivas movilizaciones habidas en cada rincón de Estados Unidos en contra del racismo, la discriminación, la violencia y el odio de los que a menudo son víctimas las minorías étnicas de EE.UU. a uno le hace pensar que tal vez y solo tal vez, la Guerra Civil finalmente está llegando a su fin, después de haber transcurrido tantos años desde entonces. Es por ello, que vuelve a reiterar en su percepción de que quizás Trump y no Davis, pasará a la historia como el último dirigente de la Confederación.
“Los símbolos, como son las banderas y las estatuas, son importantes porque conforman nuestra visión de una nación que honra a sus héroes, batallas, movilizaciones, sacrificios e ideales”, señala Robinson, para luego realzar que “es por eso que, cuando veo multitudes multirraciales derribando las estatuas de soldados y políticos confederados, cuando veo a líderes militares respetados diciendo que las bases del Ejército ya no deberían llevar los nombres de generales confederados, cuando veo la NASCAR (Asociación Nacional de Carreras de Automóviles de Serie) prohibiendo exhibiciones de la bandera de batalla confederada en sus competiciones: Al presenciar todo esto, me dejo llevar por mi imaginación permitiendo a mi ilusión sobreponerse a la razón, al soñar que este puede ser un momento transformador”.
Al igual que la Guerra Civil, añade, la simbología de “Causa Perdida” — siendo esta un ideario amparado por los defensores de la Confederación que consideran que la guerra significó la invasión del norte opresor y la injerencia de este en el modelo productivo del sur, del que se beneficiaban tanto los terratenientes amos de las plantaciones de algodón como los esclavos a su servicio,— se centra en la simple noción de la supremacía blanca y no tiene nada que ver con el “legado” o la “tradición” o cualquier otra cosa que se asemeje a este tipo de valores característicos de una sociedad.
El articulista apunta a que aquellos manifestantes, muchos armados hasta los dientes, que irrumpieron siguiendo la parafernalia de Trump a principios de mayo el edificio del Capitolio de Michigan, ubicado en su capital, Lansing, mientras se debatía la solicitud de la gobernadora, la demócrata Gretchen Whitmer, para extender la declaración de emergencia a fin de atender la pandemia del nuevo coronavirus, causante de la COVID-19, no tenían ninguna razón histórica para agitar la bandera confederada.
En cambio, Robinson, remacha diciendo que las pancartas que muchos manifestantes portaban en las marchas realizadas en diversas ciudades estadounidenses en solidaridad con los grupos raciales, objetivos de abuso policial en los últimos días, en las que se mostraban imágenes del agente Derek Chauvin presionando con su rodilla el cuello de George Floyd, no se limitaban a una agonía de ocho minutos y 46 segundos, sino a una agonía que ha calado en el alma de la nación por 401 años.
Continúa apostillando que la rendición del líder secesionista, el general Lee, ante unas fuerzas unionistas, que defendían contra viento y marea los principios del abolicionismo que promovía el decimosexto presidente de EE.UU., el republicano Abraham Lincoln, cuya máxima de poner entredicho la doctrina de la supremacía blanca, muy arraigada en los estado sureños, desafió la institución de la esclavitud, allanando el camino al conflicto más sangriento y quizás también la mayor crisis moral, constitucional y política que hubiera sufrido la nación estadounidense hasta ese entonces desde que se independizara del imperio británico, allá en 1776, no cambió nada en absoluto en cuanto este sentimiento racista atentatorio a principios éticos y morales, cuyas semillas se han enraizado profundamente en esa sociedad norteamericana que ni siquiera se planteó, tras la victoria unionista, la mera posibilidad de luchar, aunque sea por su propia dignidad, contra estos ideales segregacionistas y discriminatorios que en su conjunto son muy denigrantes en cualquiera de sus manifestaciones para el ser humano.
No hace falta recordar que la estatua de Jefferson Davis, que fue derribada en la noche del 10 de junio en Richmond, no se erigió en un importante emplazamiento céntrico de esta localidad hasta 1907, precisa el articulista, para luego proseguir, indicando que como casi todos los monumentos de la “Causa Perdida”, se construyó durante la era revanchista, un periodo dominado por la represión de los grupos ultraextremistas y racistas como el Ku Klux Klan, que siguió a las leyes de Jim Crow, normativas estatales y locales en Estados Unidos, promulgadas por las legislaturas estatales blancas, que en el momento eran dominadas por los demócratas después del período de Reconstrucción entre 1876 y 1965.
La Confederación en los estados sureños de EE.UU. se formó en 1861 originalmente por siete territorios secesionistas, donde la esclavitud era una práctica común a lo largo y ancho de Carolina del Sur, Misisipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas, a los cuales se les unieron posteriormente Virginia, Arkansas, Tennessee y Carolina del Norte separándose de los estados norteños por considerar que la “diatriba” de abolicionismo defendida por el entonces inquilino de la Casa Blanca era contraria a sus intereses económicos y sociales.
Todos estos estados que conformaron la Confederación mantenían en gran medida un sistema económico basado en la esclavitud de afroamericanos, traídos a la fuerza desde el continente africano durante el mandato colonial de los británicos sobre estos lares, el auténtico motor de una economía eminentemente agraria que resultaba ser tremendamente productiva, entre otros, por la ingente cantidad de mano de obra prácticamente gratuita de los esclavos negros de la que se disponía para explotar las vastas plantaciones de algodón, unos latifundios donde se escribieron los más horrendos escenarios de vejaciones, plasmados en un sinfín de obras literarias.
Robinson recuerda la bajada de la bandera de la Confederación izada delante del Capitolio del Columbia en 2015, capital del estado de Carolina del Sur, que tuvo lugar después del asesinato de nueve afrodescendientes en una iglesia a manos de un supuesto supremacista blanco, para luego explicitar, “algunas personas piensan que este estandarte se instaló en 1861, pero en realidad se instaló un siglo después, en 1961, cuando los ciudadanos negros de Carolina del Sur, como mis padres, luchaban por sus derechos civiles, como el derecho al sufragio universal”.
El asesinato de Floyd ha provocado una movilización nacional de ajuste de cuentas con la violencia policial y la supremacía blanca que durante tanto tiempo han subyugado a las minorías raciales y, en concreto, a la ciudadanía negra, dice Robinson mientras reprueba la posición de la Administración de Donald Trump de negar sistemáticamente la existencia de un racismo sistémico en los diversos órganos de Estados Unidos.
El hecho de que Trump y los suyos nieguen que exista un racismo institucionalizado en aquellos estamentos del orden público, cuyo fin se dirige supuestamente a proteger a la ciudadanía y que muchos de los problemas raciales no revisados y no abordados se reducen a unas pocas “manzanas podridas” de aquí y allá, resulta poco verosímil, detalla.
Tal vez en un intento de obtener réditos electorales de cara a las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre, Trump se ha alineado con las posturas de la supremacía blanca representada en la “Causa Perdida” para instrumentalizarlas y obtener una poderosa ventaja política frente a su rival demócrata, Joe Biden, sostiene Robinson al tiempo que asegura que el magnate inmobiliario en su desesperación, intenta polarizar a la sociedad estadounidense, con su retórica segregacionista y racista a cuenta del nuevo capítulo del contenido discriminatorio vivido en estos días en todo Estados Unidos.
De hecho, la actuación y las proclamas con tintes racistas de Trump a los manifestantes pro-Floyd, a los que tacha de “matones”, amenazándoles con dar la orden de disparar para amedrentarles, es una simple estrategia suya para manipular la agitación social hacia una confrontación nacional que tanto necesita para avanzar en las encuestas.
Robinson destaca que los mensajes provocativos de Trump, publicados a través de su red social Twitter, le recuerdan la retórica represiva usada por George Wallace, exgobernador demócrata de Alabama que durante dos periodos interrumpidos de entre 1963-1967 y 1971-1972 rigió con mano dura cualquier entendimiento posible sobre la aplicación de la política de derechos civiles destinada a restaurar los derechos de los negros. Tanto fue así que no le tembló la mano a la hora de ordenar a Bull Connor, quien fungió como comisionado de Seguridad Pública de la ciudad de Birmingham entre los años 1965 a 1972 hacer uso de una respuesta militarizada para anular una manifestación pacífica a favor del movimiento de derechos civiles con chorros de agua y porras eléctricas.
Es más, Trump no pierde la oportunidad para mostrar su contrariedad ante cualquier muestra de solidaridad que provenga de los altos mandos del Ejército de EE.UU. a favor de la justicia racial, quienes en este sentido han propuesto recientemente cambiar los nombres de los generales confederados de las bases militares que como Fort Bragg (Carolina del Norte), Fort Benning (Alabama) y Fort Hood (Texas), lamenta el columnista.
“El hecho de que en su alocada reacción tuitera, Trump haya dicho que estos magníficos generales forman parte de la ‘historia de Victoria, y Libertad’ de nuestra gloriosa nación, demuestra que Trump puede ser históricamente lo suficientemente ignorante como para no saber que los generales en cuestión eran unos traidores conocidos por las batallas que perdieron como por cualquiera de sus triunfos”, acentúa el columnista para luego sentenciar que “esa victoria final fue para la Unión, no para la Confederación, y el objetivo de la rebelión era negar la libertad a los afroamericanos; o quizás Trump conoce muy bien el fondo de la cuestión, pero cree que su base política electoral no está al tanto de los hechos”.
Al término de su reflexión, Robinson precisa que, hasta el momento, la estrategia de mentiras que le ha funcionado muy bien a Trump aportándole beneficios políticos, en esta ocasión no, pues resulta que la “Causa Perdida” está finalmente perdida, entonces también lo está el presidente que se convirtió en su firme valedor.
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