La toma sorpresiva de la región fronteriza de Kursk por parte de Ucrania en agosto pasado no fue casual. La zona se encuentra a tan solo 500 kilómetros de Moscú y es una de las mayores productoras de hierro del gigante euroasiático. Además, representa un símbolo histórico para el orgullo ruso, ya que allí se libró una de las batallas más grandes de la Segunda Guerra Mundial.
Siete meses más tarde, Rusia asegura haber logrado expulsar a las tropas de Kiev, recuperando el 86 % del territorio. Hoy expone sobre el terreno la evidencia del uso de armas occidentales por parte del enemigo.
Ucrania ha reconocido el repliegue en algunas áreas, pero niega que sus fuerzas estén cercadas. Su objetivo de utilizar Kursk como “moneda de cambio” en posibles negociaciones con Moscú parece desmoronarse, al igual que han caído en su control numerosos drones y explosivos de fabricación extranjera.
El presidente ruso, Vladímir Putin, ha pedido a las tropas ucranianas que entreguen las armas y se rindan, a cambio de garantizarles “la vida y un trato digno conforme a las normas del derecho internacional y a las leyes de la Federación de Rusia”.
Mientras tanto, el mundo sigue a la expectativa de un plan de alto el fuego de 30 días para Ucrania, propuesto por Donald Trump y aceptado por Volodímir Zelensky. La iniciativa busca poner fin a más de tres años de un conflicto con tintes de desatar una tercera guerra mundial.
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