Publicada: jueves, 13 de noviembre de 2025 21:39

La Historia, cuando la escriben los vencedores, suele poner las piedras a hablar. Y en Jerusalén, esas piedras han aprendido varios idiomas, arameo, hebreo, árabe… y últimamente, latín imperial.

Por Alberto García Watson

Porque quizá el famoso “Muro de las Lamentaciones”, símbolo sagrado del judaísmo y parada obligada para presidentes en campaña, no sea el último suspiro del Segundo Templo, sino el último muro de un cuartel romano.

Sí, hay quien se atreve a decirlo en voz alta, que el Muro Occidental podría formar parte del Fuerte Antonia, bastión de las legiones de Tito. Arquitectónicamente, los bloques son más romanos que mosaicos de sinagoga, y más propios de ingeniería militar que de devoción litúrgica. Pero el mito, a diferencia de la piedra, nunca se erosiona.

De ruina romana a reliquia nacional

La hipótesis no es nueva. Autores como Ernest Martin (The Temples That Jerusalem Forgot, 2000) o el arquitecto Leen Ritmeyer han señalado que las dimensiones del Muro encajan mejor con las descripciones del complejo romano que con las del recinto del Templo. Incluso Flavio Josefo, testigo presencial, describió el Templo como “arrasado hasta los cimientos”, quedando en pie solo las murallas de la fortaleza. Pero a la Historia no le basta con ser verosímil, necesita ser útil.

Ahí entra el sionismo laico, que a finales del siglo XIX buscó en la arqueología un certificado de propiedad espiritual. El Muro, entonces un rincón otomano sin pompa, se transformó en el eje de un relato nacional, el pueblo sin tierra, reencontrándose con su ruina perdida. Un relato eficaz, emocional, y sobre todo político. Que la muralla fuera romana o herodiana daba igual, lo importante era que sirviera de anclaje identitario.

La UNESCO y la incomodidad de los matices

La UNESCO, en sus resoluciones de 2016 y 2017, intentó lo que los políticos evitan, introducir matices. Reconoció la significación del sitio para todas las tradiciones, judía, cristiana y musulmana y utilizó el término “Al-Haram al-Sharif” para subrayar la pluralidad patrimonial. Fue suficiente para desatar tormentas diplomáticas, unos la acusaron de negar la historia judía, otros la citaron como prueba de que la historia oficial no es tan sólida como parece.

En realidad, la UNESCO no desmintió nada, solo recordó que el pasado no pertenece a una sola narrativa. Pero en la arena simbólica de Jerusalén, eso basta para ser acusada de herejía o aún peor…de antisemitismo.

Presidentes ante el muro del César

Y mientras tanto, el desfile continúa. Trump, Macron, Biden, el Papa… todos acuden con la solemnidad de quien se acerca a una frontera sagrada. Se colocan la kipá, cierran los ojos y depositan su notita entre las piedras. El ritual se repite, fotogénico y perfectamente coreografiado. Ningún asesor parece advertirles que, si las hipótesis alternativas como todo indican son ciertas, están rindiendo homenaje a una fortaleza romana.

Nada simboliza mejor la política exterior moderna, presidentes contemporáneos besando los restos de un imperio desaparecido, convencidos de estar tocando el alma de otro. Roma sonríe, invisible, desde el subsuelo.

El mito más rentable del mundo

Así, el Muro, quizás romano, quizás herodiano, pero sin duda útil, ha sobrevivido a Tito, a los califas, a los cruzados, a la arqueología y sobre todo, al escepticismo. Su milagro no es resistir el tiempo, sino resistir las preguntas. Porque hay muros que separan pueblos, y otros que separan los hechos del relato.

El sionismo laico supo ver en esa muralla una herramienta, convertir una ruina discutida en un fundamento indiscutible. Una operación simbólica brillante, del muro del imperio al muro de la identidad, de la fortaleza romana al altar nacional. Y en medio, la UNESCO recordando, sin tapujos, que el patrimonio no se decreta por decreto divino.

Quizás, al final, el verdadero mensaje del Muro sea el más irónico de todos, que nada resiste tanto como una buena historia.