Por Xavier Villar
Más allá de presentarlo como una figura “controvertida”, es fundamental subrayar que Musk ha expresado posturas abiertamente racistas y ha defendido el supremacismo blanco, lo que convierte su creciente influencia dentro de la administración Trump en un riesgo político de primer orden.
Este fenómeno, aunque preocupante, no es del todo sorprendente dentro del sistema capitalista global, donde los grandes magnates han tenido históricamente un papel determinante en las decisiones políticas y económicas. Durante la Primera Guerra Mundial, el banquero J. P. Morgan financió con sumas colosales a las potencias aliadas, mientras que John D. Rockefeller Jr. apoyó con recursos económicos a la incipiente Sociedad de Naciones en el periodo de entreguerras. Décadas más tarde, las Fundaciones Open Society, lideradas por el inversor George Soros, desempeñaron un papel clave en la promoción de reformas sociales y políticas en los países de Europa oriental tras la caída del bloque soviético.
En este contexto, el protagonismo de Musk no es una anomalía, sino una continuación de la histórica relación entre las grandes fortunas y la política global. Sin embargo, el problema radica en el carácter ideológico de su influencia. Musk parece inclinarse hacia la consolidación de agendas que normalizan discursos racistas y que podrían tener consecuencias desestabilizadoras para la política internacional. Por lo tanto, su presencia en la órbita del poder no puede considerarse únicamente como la intervención de un empresario exitoso, sino como un factor de riesgo para la estabilidad y el equilibrio global.
La influencia de Elon Musk en la configuración de la política exterior de Estados Unidos es cada vez más descarada y expansiva. Su posible liderazgo en un hipotético “Departamento de Eficiencia Gubernamental” dentro de la nueva administración de Donald Trump podría marcar un cambio drástico no solo en la gobernanza interna, sino también en las relaciones internacionales. Musk, multimillonario y empresario detrás de Tesla, SpaceX y Neuralink, ha evolucionado de ser una figura prominente en el ámbito empresarial a consolidarse como un actor global cuya influencia trasciende los mercados y entra de lleno en el terreno político. Este movimiento hacia la política gubernamental podría permitirle integrar innovaciones tecnológicas en las políticas públicas, pero también presenta implicaciones complejas y multifacéticas para la política exterior de Estados Unidos.
Un ejemplo emblemático de esta creciente influencia es Starlink, el ambicioso proyecto de internet satelital de Musk. Esta tecnología ha demostrado su utilidad en contextos de infraestructura precaria, desde zonas de conflicto como Ucrania hasta comunidades remotas en regiones marginadas. Al ofrecer conectividad donde las soluciones tradicionales han fallado, Starlink no solo representa una revolución tecnológica, sino que también se posiciona como una herramienta con claras implicaciones estratégicas en el ámbito internacional.
Sin embargo, este despliegue de Starlink como posible instrumento de política exterior plantea serias preguntas sobre la creciente privatización de decisiones que históricamente han sido responsabilidad exclusiva de los Estados. La posibilidad de que un actor privado, con intereses empresariales y sin controles claros, juegue un papel tan determinante en la política exterior estadounidense podría erosionar los límites entre los intereses públicos y privados. En este sentido, la influencia de Musk no solo redefine el papel de las grandes fortunas en la política global, sino que también abre un debate urgente sobre los riesgos de ceder decisiones estratégicas de carácter público a manos privadas.
A este respecto, resulta imprescindible destacar que las decisiones personales de Elon Musk están marcadas por una notable volatilidad, un rasgo que, según diversos artículos, le es característico. Un caso paradigmático es su postura respecto al conflicto en Ucrania. En un principio, Musk ofreció un apoyo incondicional a la causa ucraniana, desplegando su tecnología Starlink para garantizar la conectividad en zonas de guerra. Sin embargo, a medida que el conflicto se prolongaba y los costos aumentaban, SpaceX comenzó a mostrar reticencias. “No estamos en posición de seguir donando terminales a Ucrania ni de financiar los terminales existentes de forma indefinida”, declaró la empresa, dejando entrever un cambio de prioridades.
Esta volatilidad de Musk quedó aún más expuesta en el marco de una polémica relacionada con una supuesta conversación con el presidente ruso Vladimir Putin, que el propio Musk negó. No obstante, poco después, el empresario generó controversia al realizar una encuesta en Twitter donde planteaba sus propias propuestas para poner fin al conflicto. Estas sugerencias no contemplaban la recuperación de la integridad territorial de Ucrania, un punto que hasta ese momento formaba parte del consenso occidental sobre cómo abordar la crisis.
En este contexto, los cambios de opinión de Musk parecen estar íntimamente vinculados a sus intereses empresariales y pragmáticos. Un ejemplo claro es su dependencia de China, donde una de las plantas de Tesla en Shanghái produce la mitad de todos los vehículos de la marca. Esta situación lo hace vulnerable a las presiones del gobierno chino, que ha expresado abiertamente su apoyo a Rusia en el conflicto ucraniano. En una entrevista reciente con el Financial Times, Musk admitió que Pekín desaprueba su decisión de proporcionar servicio de internet a Ucrania a través de Starlink, y reveló que las autoridades chinas le solicitaron garantías de que no desplegaría una tecnología similar en China.
Además, Musk generó un nuevo foco de controversia al pronunciarse sobre la creciente tensión entre China y Taiwán. Durante la misma entrevista, sugirió una propuesta de paz que planteaba la posibilidad de convertir a Taiwán en una zona administrativa de control conjunto. Esta idea, que aparentemente busca apaciguar a Pekín, ha sido rechazada categóricamente por los líderes taiwaneses, quienes la interpretan como un atentado directo contra su soberanía e independencia.
La presencia internacional de Elon Musk ha ido expandiéndose de forma constante, con un énfasis particular en lo que podría denominarse “diplomacia tecnológica”. Un ejemplo de este fenómeno sería su supuesto encuentro con el embajador de Irán ante la ONU, Amir Said Iravani, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2024. Aunque este encuentro no ha sido confirmado por las autoridades de la República Islámica, su mera posibilidad ilustra cómo Musk está empleando su imperio tecnológico para incidir en cuestiones de política global. Este tipo de acciones parecen diseñadas para eludir los canales diplomáticos tradicionales, confiando en cambio en la tecnología como herramienta para intervenir en tensiones geopolíticas.
Este enfoque, sin embargo, está lejos de ser ortodoxo y contrasta profundamente con las estrategias diplomáticas tradicionales de Estados Unidos. Musk parece apostar por una diplomacia menos institucional, basada en su capacidad para aprovechar tecnologías innovadoras como Starlink, que en algunos contextos puede ofrecer soluciones rápidas, aunque no necesariamente sostenibles, a problemas complejos.
La estrategia de Musk genera un evidente malestar entre los expertos en política internacional de Washington, quienes ven con inquietud el hecho de que un empresario con poca experiencia en diplomacia formal esté adquiriendo un papel de tanta relevancia. No obstante, dentro de la administración Trump, esta influencia no es vista como un inconveniente, sino como una ventaja estratégica. Trump parece confiar en que la influencia de Musk, a quien considera su “hombre fuerte”, pueda abrir una nueva forma de diplomacia centrada en el poder tecnológico, una herramienta que promete ser tanto disruptiva como transformadora en el ámbito de las relaciones internacionales.
Las iniciativas tecnológicas de Elon Musk están transformando de forma significativa el panorama de la política exterior de Estados Unidos, marcando una tendencia hacia la integración de herramientas tecnológicas en la proyección de poder global. Según datos recientes, se espera que el mercado global de banda ancha satelital, dominado en gran parte por Starlink, alcance casi 23 mil millones de dólares para 2026, impulsado por la creciente demanda en regiones subdesarrolladas. Este crecimiento no solo expande el alcance de los servicios de Musk, sino que también abre una oportunidad estratégica para extender la influencia de Estados Unidos en áreas tradicionalmente alejadas de la diplomacia convencional.
En paralelo, los contratos entre el gobierno de Estados Unidos y empresas privadas como SpaceX han crecido exponencialmente. SpaceX, por ejemplo, ha recibido más de 3 mil millones de dólares en contratos gubernamentales para proyectos emblemáticos como el cohete Falcon Heavy y las misiones Starship. Este aumento en la colaboración público-privada refleja un cambio hacia un modelo donde la política exterior de Estados Unidos parece depender cada vez más de la capacidad innovadora de empresas tecnológicas como las lideradas por Musk, que ahora desempeñan un papel central en la promoción de intereses estratégicos globales.
Sin embargo, el papel de Musk no se limita al desarrollo tecnológico. La mayoría de sus inversiones –en áreas como el espacio, los satélites de órbita baja y la inteligencia artificial– dependen de un importante apoyo estatal y de marcos regulatorios diseñados a su favor. Este patrocinio estatal no solo respalda su expansión, sino que también resalta la interdependencia entre el sector privado y el poder político, un vínculo que Musk ha sabido explotar a través de una narrativa propagandística cuidadosamente diseñada para posicionarse como un visionario indispensable para el progreso tecnológico de Estados Unidos.
Este nexo entre las empresas tecnológicas y el poder político plantea preguntas fundamentales sobre el impacto de estas compañías en la formulación de políticas públicas y su creciente influencia en decisiones estratégicas y geopolíticas. ¿Hasta qué punto la expansión de las grandes tecnológicas redefine el equilibrio de poder entre los intereses privados y el Estado? ¿Y cómo podría condicionar esta relación las prioridades diplomáticas de una superpotencia global como Estados Unidos?
Mientras tanto, Musk ha comenzado a trasladar su influencia a Europa, donde enfrenta nuevos desafíos en un escenario político y económico complejo. En el Reino Unido, el empresario se ha cruzado con el primer ministro laborista, Keir Starmer, cuyo gobierno está preparando regulaciones más estrictas para sectores clave como las criptomonedas y la inteligencia artificial. Además, Starmer está negociando con Amazon para el desarrollo de Kuiper, un proyecto de banda ancha satelital de órbita baja que competirá directamente con Starlink, la iniciativa insignia de Musk.
Este enfrentamiento subraya cómo los intereses económicos y las estrategias empresariales de Elon Musk no solo están configurando la política exterior de Estados Unidos, sino que también están influyendo en dinámicas fundamentales dentro de Europa. En este contexto, las regulaciones emergentes y las negociaciones estratégicas podrían redefinir el panorama de la tecnología y las telecomunicaciones globales, colocando a Musk en una posición de poder sin precedentes.
Los ataques públicos y virulentos de Musk hacia los líderes con quienes no está de acuerdo suelen ir de la mano con acuerdos comerciales estratégicos y el fortalecimiento de relaciones con aquellos que comparten o toleran su visión. Un ejemplo reciente de esta dinámica se dio cuando la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, se vio obligada a justificar públicamente las negociaciones con SpaceX. Dichas conversaciones buscan otorgar a la empresa de Musk un contrato de 1.600 millones de dólares para proporcionar comunicaciones gubernamentales y militares seguras, basadas en el cifrado de datos e internet, y en el despliegue de satélites para emergencias como ataques terroristas o desastres naturales. Meloni defendió la negociación asegurando que “no hay alternativa” a SpaceX, lo que evidencia la creciente influencia de Musk en el ámbito internacional y su capacidad para garantizar acuerdos que fortalecen su control sobre infraestructuras tecnológicas clave.
Además, los vínculos de Musk con figuras prominentes de Europa refuerzan su habilidad para moldear decisiones políticas que favorezcan sus intereses empresariales. Su encuentro con el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y Donald Trump en diciembre en la residencia de este último en Mar-a-Lago es un claro ejemplo de cómo Musk aprovecha su acceso privilegiado a líderes conservadores para influir en la política internacional. Estas relaciones no solo le otorgan ventajas comerciales, sino que también le brindan la oportunidad de bloquear iniciativas de la Unión Europea que podrían perjudicar sus negocios.
El apoyo de Musk a la extrema derecha en Europa también pone de relieve su estrategia para consolidar alianzas en un continente donde las fuerzas populistas están ganando terreno. Su respaldo a Alternativa para Alemania (AfD), expresado mediante entrevistas y contactos con su líder, Alice Weidel, muestra su interés en fortalecer lazos con partidos que podrían facilitar su agenda en caso de alcanzar el poder. Según diversos analistas, esta estrategia es coherente con la visión de Musk de que los gobiernos autoritarios, menos sujetos a debates o disensos, son más favorables para avanzar en sus objetivos empresariales y tecnológicos.
Ilan Kapoor, un politólogo especializado en la relación entre poder y negocios, señala que tanto para Elon Musk como para Donald Trump, “el debate, el desacuerdo y los sistemas de bienestar estatal son obstáculos para los negocios”. Esta perspectiva refleja su inclinación hacia formas de gobierno más autoritarias, que consideran más eficientes para eliminar la oposición política y reducir el papel del Estado en áreas estratégicas.
Sin embargo, la aparente contradicción entre su discurso de libertad económica y su dependencia del apoyo gubernamental es evidente. Tanto Musk como Trump, a pesar de abogar por una menor intervención estatal, han requerido altos niveles de respaldo gubernamental para implementar su agenda de “ley y orden”. Esta paradoja pone de relieve las tensiones inherentes a su visión política, donde la privatización y la tecnocracia se superponen con una fuerte injerencia estatal cuando se trata de proteger o promover sus intereses estratégicos.
El liderazgo de Elon Musk: entre la diplomacia tecnocrática y el nuevo “tecno-feudalismo”
El posible liderazgo de Elon Musk en la política internacional bajo una eventual administración Trump 2.0 genera profundas inquietudes sobre la viabilidad de un enfoque tecnocrático para resolver los complejos desafíos geopolíticos actuales. Si bien innovaciones como Starlink han demostrado el potencial transformador de la tecnología en contextos estratégicos, la visión de Musk plantea dudas significativas. Su enfoque tiende a simplificar en exceso cuestiones que requieren una diplomacia matizada y multilateral, corriendo el riesgo de ignorar las complejidades culturales, sociales e históricas que definen las relaciones internacionales.
Por otro lado, su marcada inclinación a priorizar los intereses empresariales, como lo evidencia su permanente relación con China a pesar de las crecientes tensiones entre Pekín y Washington, podría socavar los objetivos de la política exterior de Estados Unidos. Musk ha defendido decisiones que, aunque beneficiosas para sus negocios, han suscitado preocupación sobre el alineamiento estratégico de sus intereses personales con los valores y objetivos estadounidenses. Esta ambigüedad, combinada con su personalidad errática y su enfoque obsesivo en soluciones tecnológicas, podría desestabilizar el equilibrio delicado que exige la política exterior global.
Musk y el “tecno-feudalismo”
Más allá de sus implicaciones inmediatas en la diplomacia, Elon Musk representa la cara visible de lo que algunos expertos han definido como “tecno-feudalismo”, una nueva etapa del capitalismo que redefine la estructura jerárquica y extractiva de la economía global. Si en el feudalismo clásico los señores controlaban la tierra y los siervos dependían de ellos para su subsistencia, en este modelo contemporáneo son las grandes corporaciones tecnológicas las que poseen los recursos fundamentales: los datos y las plataformas digitales.
En este esquema, los usuarios se asemejan a los siervos modernos, dependientes de estas plataformas para actividades esenciales como la comunicación, el consumo, el trabajo y el entretenimiento. Empresas como Tesla, SpaceX y Neuralink no solo transforman los sectores tecnológicos, sino que consolidan un poder desproporcionado sobre los comportamientos y decisiones de millones de personas. Como en el sistema feudal, esta concentración de poder permite a una élite restringida controlar los recursos fundamentales y, en última instancia, perpetuar una estructura jerárquica y desigual.
La militarización del “tecno-feudalismo”
El tecno-feudalismo no solo es jerárquico y extractivo, sino que también adopta una dimensión militarizada e imperialista. Los datos, en todas sus formas, se han convertido en el recurso más estratégico y lucrativo de nuestra era, al igual que las infraestructuras para procesarlos y transmitirlos, como los microchips y los satélites. En este contexto, la lucha por el control de estos recursos refleja las tensiones geopolíticas actuales, como lo detalla Chris Miller en su obra Chip Wars: The Fight for the World’s Most Critical Technology.
Un ejemplo paradigmático es el conflicto entre Estados Unidos y China por el dominio de los microchips y las redes de telecomunicaciones. La batalla contra Huawei demostró la intención de Washington de impedir que China estableciera una red de comunicación global que pudiera rivalizar con la capacidad de Estados Unidos para interceptar y controlar dichas infraestructuras. Este conflicto no se limita a la Tierra; también se extiende al espacio, donde los satélites, fundamentales para las comunicaciones y la seguridad, se han convertido en un nuevo campo de batalla.
El caso de Musk es particularmente relevante en este escenario. A través de iniciativas como Starlink y SpaceX, ha consolidado su papel como un actor clave en esta dinámica global, reforzando la militarización de las infraestructuras tecnológicas y contribuyendo a la normalización de la guerra como estado permanente. Su influencia no solo se limita al ámbito empresarial; también afecta directamente a las tensiones geopolíticas a corto y medio plazo, colocando a Musk en el centro de las disputas por el control tecnológico y militar del futuro.
Conclusión
El ascenso de Elon Musk como figura clave en la política internacional, ya sea a través de la diplomacia tecnocrática o del “tecno-feudalismo”, refleja las tensiones inherentes entre los intereses privados y los objetivos públicos en un mundo cada vez más definido por la tecnología. Su capacidad para moldear la política exterior de Estados Unidos, influir en la regulación internacional y consolidar su poder en sectores estratégicos plantea preguntas cruciales sobre el papel de las grandes corporaciones en el sistema global. En última instancia, Musk encarna una nueva era en la que la innovación tecnológica se entrelaza con la geopolítica, redefiniendo no solo la economía, sino también las dinámicas de poder que rigen nuestro mundo.