Por Xavier Villar
Más allá del debate público polarizado, estas acciones revelan un fenómeno político y jurídico más profundo: la construcción de una forma de inmunidad que protege al cuerpo político nacional a costa de la exclusión y vulnerabilización del migrante como otro, un paradigma que recuerda la reflexión del filósofo Roberto Esposito sobre la inmunitas.
La inmunitas, en la concepción de Esposito, no es solo una protección legítima frente a amenazas, sino también un mecanismo que implica la suspensión o limitación del derecho en relación con los otros. Es una exclusión normativa que delimita quién es digno de protección y quién es despojado de derechos, bajo la lógica de preservar la integridad del cuerpo social y político. En el caso de Estados Unidos, esta lógica se traduce en una política migratoria que instrumentaliza el derecho y la administración pública para construir una frontera simbólica y material que expulsa, invisibiliza y deshumaniza.
Las recientes medidas adoptadas por la administración Trump evidencian esta dinámica. La intensificación de las deportaciones, la ampliación de las competencias de la Guardia Nacional para realizar detenciones en la frontera sur y la utilización de bases militares para centros de detención no son actos aislados ni meramente administrativos. Constituyen una externalización deliberada de la función estatal que busca poner en jaque el debido proceso y la protección jurídica, delegando la gestión migratoria a espacios donde las garantías pueden ser eludidas o suspendidas. El traslado de detenidos a lugares como Guantánamo o instalaciones en Panamá, por ejemplo, dibuja un mapa de la exclusión extraterritorial, que permite esquivar controles legales y limitar la visibilidad pública y judicial.
Entre los casos que han encendido las alarmas, destaca la deportación irregular de un profesor libanés con visa válida o la expulsión de un residente permanente sin orden judicial, presuntamente como represalia por sus opiniones críticas. Estas actuaciones no solo contradicen principios básicos de justicia, sino que muestran un patrón de abuso de poder y arbitrariedad que socava el Estado de derecho. Asimismo, el desafío gubernamental a órdenes judiciales que prohibían la derivación de migrantes venezolanos a centros en El Salvador subraya la tensión abierta entre la administración ejecutiva y el poder judicial, en una escalada que pone en riesgo la división y el equilibrio institucional.
La retórica oficial acompaña estas políticas con un lenguaje bélico que criminaliza la migración. La caracterización de la frontera sur como una “invasión” y de los migrantes como “invasores” no solo simplifica un fenómeno complejo y multifacético, sino que legitima el uso de medidas extraordinarias, incluso militares, en territorio nacional. Así, la invocación implícita de la Ley de Insurrección de 1807 por parte de Stephen Miller, asesor clave en materia migratoria, abre la puerta a la militarización de la frontera interna, en una violación latente de la Ley Posse Comitatus que prohíbe el uso del ejército para funciones policiales dentro del país.
Esta militarización del control migratorio, lejos de ser una simple política de seguridad, se configura como un “caballo de Troya” que permite a la administración sobrepasar límites legales y constitucionales en nombre de la preservación del orden y la seguridad nacional. En este sentido, la política migratoria actual es una herramienta para redefinir el cuerpo político estadounidense, cerrando filas en torno a una identidad excluyente que demanda inmunidad frente a la alteridad externa.
El reciente anuncio del presidente Trump sobre el despliegue de 700 marines en Los Ángeles para reforzar las operaciones en medio de protestas contra las redadas dirigidas a presuntos inmigrantes irregulares ejemplifica no solo una lógica de militarización y control interno, sino también la profunda fractura social que atraviesa Estados Unidos. Esta decisión, que exacerbó la tensión con el gobernador demócrata de California, Gavin Newsom —quien respondió con una demanda que calificó como una “usurpación de autoridad estatal sin precedentes”— pone en evidencia no solo las grietas en el federalismo estadounidense y el debate sobre los límites del poder ejecutivo en materia de orden público, sino también la polarización y desconfianza crecientes entre segmentos de la sociedad que perciben las políticas migratorias como una amenaza directa a sus comunidades y valores.
La movilización de tropas militares en territorio civil para contener protestas y ejecutar redadas migratorias subraya la dimensión conflictiva y excepcionalista de la política migratoria actual, que se asienta en un paradigma de exclusión, control y militarización que evoca la inmunidad en su acepción más restrictiva, pero también refleja la crisis social y política de una nación fragmentada.
Desde una perspectiva crítica, el endurecimiento migratorio en Estados Unidos no puede entenderse únicamente como una respuesta pragmática a desafíos reales en materia de seguridad o economía. Más bien, es una estrategia política que recurre a la lógica inmunitaria para fortalecer un cuerpo político nacional que se define no solo por su inclusión, sino también por la exclusión y vulneración de derechos del otro. La protección del Estado y la soberanía se traduce así en la suspensión de la protección y la soberanía del migrante, que es convertido en una amenaza a neutralizar, muchas veces por vías extralegales o excepcionales.
Estas políticas migratorias no erosionan las bases de la democracia liberal: simplemente revelan su verdadero funcionamiento. El principio de igualdad ante la ley siempre ha sido, en el caso estadounidense, una ficción jurídica que oculta una realidad de exclusión racial sistémica. Lo que hoy vemos con la criminalización de migrantes no es una anomalía democrática, sino la continuación lógica de un sistema político fundado en la distinción entre ciudadanos de primera y segunda categoría.
La militarización de la frontera y las deportaciones masivas exponen la contradicción originaria de Estados Unidos: un país que construyó su prosperidad sobre el genocidio indígena y la esclavitud africana, y que ahora reproduce esos mismos mecanismos de exclusión bajo nuevos eufemismos legales. El "Estado de derecho" se convierte así en un instrumento de dominación cuando las garantías procesales desaparecen ante personas morenas, cuando las redadas ocurren predominantemente en barrios latinos, y cuando las protestas de comunidades migrantes son reprimidas con una violencia que jamás se emplearía en distritos blancos acomodados.
Esta doble moral tiene consecuencias globales. Cada niño enjaulado en la frontera, cada familia separada, cada militar desplegado en barrios hispanos, recuerda al mundo que el discurso estadounidense sobre derechos humanos es pura retórica. La credibilidad internacional de Washington se resquebraja no porque haya abandonado sus valores, sino porque el mundo está viendo con claridad cuáles fueron siempre esos valores: un orden racial disfrazado de democracia, un sistema de privilegios blancos camuflado como igualdad jurídica universal.
La crisis actual no es el resultado de políticas equivocadas, sino el espejo de una nación que nunca ha superado su pecado original.