Por Alberto García Watson
El 22 de julio de 2011, mientras el gobierno de Noruega se preparaba para dar un paso que, en teoría, muchos valientes del "mundo libre" deberían aplaudir, reconocer al Estado palestino, apareció este caballero rubio, de ideología neonazi, pero con corazón sionista, a repartir plomo entre adolescentes como si estuviera salvando al mundo occidental de una invasión islámica que sólo existe en su cabeza… y en ciertos “Think Tanks” de Washington o Tel Aviv.
Breivik, el autoproclamado salvador de Europa, mató a 77 personas, en su mayoría jóvenes del Partido Laborista Noruego, para “defender” los valores occidentales. ¡Qué valiente cruzado moderno! Pero no cualquier cruzado: uno que, además de aborrecer al Islam, encuentra en el sionismo un aliado ideológico. Porque claro, cuando tu mayor temor es la mezcla cultural y el multiculturalismo, ¿quién mejor que el Estado que ha hecho de la segregación un arte político?
Sí, porque Breivik, además de neonazi, es abiertamente sionista. Una contradicción, dirán algunos. Pero no para la lógica retorcida de la islamofobia moderna. En su “manifiesto”, Breivik elogia a Israel como una muralla de resistencia contra el Islam, al tiempo que llora por la pureza cultural europea. ¿Racismo aliado con más racismo? ¡Quién lo habría imaginado!
Y mientras Noruega enterraba a sus hijos, el entonces primer ministro Jens Stoltenberg, víctima directa de ese terrorismo fascista, hablaba de más democracia, más apertura, más tolerancia. Bonitas palabras.
Pero luego, ¿qué hizo este adalid del humanismo cuando llegó a ser secretario general de la OTAN? Pues, por supuesto, apoyar con entusiasmo y millones de euros a grupos neonazis en Ucrania. Porque parece que el problema con Breivik no fue su ideología, sino su puntualidad. Si hubiese esperado unos años y cambiado de uniforme, hoy tendría un despacho en Kiev.
¡Ironías del destino! El hombre que sufrió el terrorismo neonazi en casa terminó armando y respaldando a batallones con esvásticas en el Este europeo. Porque claro, si los nazis de ahora disparan hacia Moscú y no hacia Oslo, entonces son “combatientes por la libertad”, (a pesar de llevar el Mein Kampf en la mochila).
¿Y Palestina? Ah, sí. Aquel Estado que Noruega iba a reconocer en 2011… y que finalmente reconoció en mayo de 2023. Solo tardaron 12 años, decenas de miles de muertos, destrucción total en Gaza, incontables asentamientos ilegales en Cisjordania y un genocidio transmitido en vivo. Porque Noruega, tan prudente, necesitaba su tiempo. Ya se sabe, no vaya a ser que otra masacre doméstica interrumpa el calendario diplomático.
Pero bueno, al fin lo hicieron, ¿no? ¡Felicidades! Un aplauso para la diplomacia nórdica, tan elegante, tan aria, tan correcta. Reconocieron a Palestina cuando ya era casi arqueología, cuando los niños muertos se contaban por miles y la comunidad internacional miraba con un bostezo indiferente. Pero no importa: lo simbólico es lo que cuenta, aunque llegue tarde, aunque llegue manchado de sangre.
Y mientras tanto, Breivik sigue en su celda de lujo, escribiendo cartas y presentando demandas porque su Playstation no tiene juegos nuevos. El asesino nazi-sionista que trató de torcer la historia a balazos no lo logró del todo. Pero sus ideas, esas sí siguen vivitas y coleando, disfrazadas de "preocupación por la seguridad", "defensa de los valores europeos" o "lucha contra el extremismo", aunque curiosamente, siempre en una sola dirección.
La historia oficial dirá que Breivik fue condenado y que su masacre no detuvo nada. Pero la historia real es más turbia, su mensaje fue absorbido, reinterpretado y en parte, institucionalizado por quienes se autodenominan defensores de los valores democráticos.
Porque en este circo occidental, a veces los payasos llevan uniforme, a veces corbata, y a veces, como Breivik, simplemente un fusil y muchas ganas de “salvar al mundo”.