Publicada: miércoles, 16 de abril de 2025 11:28

Francia ha vuelto a detener a una ciudadana iraní residente en el país, acusada de expresar públicamente su apoyo a Palestina.

 Por: Xavier Villar

El Gobierno francés ha vuelto a detener a una ciudadana iraní residente en el país, acusada de expresar públicamente su apoyo a Palestina y de condenar lo que describió como el genocidio perpetrado por el régimen israelí en la Franja de Gaza. Mahdieh Esfandiari, de 39 años, vivía en Francia desde hace ocho años y trabajaba como traductora. Junto a ella, otra persona —cuya identidad no ha trascendido— fue arrestada bajo cargos similares. Las autoridades no han aclarado si ambas gestionaban de forma conjunta las cuentas en redes sociales que han motivado la investigación o si actuaban de manera independiente.

Según informó la Fiscalía de París, la investigación fue abierta en noviembre de 2024 y se centró en varias cuentas activas en plataformas como X (antes Twitter) e Instagram. Los fiscales consideraron que el contenido difundido en dichas cuentas constituía incitación al terrorismo y propagación de discursos de odio motivados por razones religiosas o étnicas.

Radio Francia Internacional detalló que la actividad de estos perfiles llamó la atención del Ministerio del Interior apenas tres semanas después del ataque perpetrado por Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023. En ese clima de alta sensibilidad política y mediática, las publicaciones de Esfandiari habrían sido vistas como una amenaza al orden público.

Durante semanas, sin embargo, no hubo información oficial sobre su paradero. Ante la ausencia de noticias, la familia de Esfandiari decidió alertar a las autoridades iraníes, lo que activó un seguimiento diplomático por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores de Irán.

Esfandiari desapareció a comienzos de marzo de 2025, sin dejar rastro. El silencio institucional por parte de Francia generó una creciente preocupación en Teherán. Finalmente, a través de gestiones diplomáticas, el Gobierno iraní logró confirmar que se encontraba detenida por la policía francesa, aunque los detalles del caso seguían siendo escasos y poco claros.

El semanario francés Le Point reveló el pasado 12 de abril que, tras un mes sin pronunciarse, las autoridades francesas ofrecieron finalmente información sobre la situación legal de Esfandiari.

Ismail Baaai, portavoz del Ministerio de Exteriores iraní, se refirió por primera vez al caso el 10 de marzo. “Lamentablemente, hemos sido informados de que una ciudadana iraní desapareció hace unos días en territorio francés. Hasta el momento, no hemos recibido información precisa por parte de las autoridades competentes de ese país sobre su situación”, declaró en conferencia de prensa.

Baqai añadió que, el día anterior, se había mantenido una conversación con la embajada de Francia en Teherán y que el departamento consular del ministerio seguía el caso “de forma continua”. “Esperamos recibir información concreta lo antes posible para aliviar la preocupación de su familia”, dijo entonces.

Una semana después, el 17 de marzo, el portavoz volvió a referirse al asunto y ofreció una actualización: “En cuanto a la desaparición de esta ciudadana iraní, de la que sus familiares no tuvieron noticias durante unos 12 o 13 días, nuestras gestiones, lamentablemente, no arrojaron resultados inmediatos. Al menos ahora sabemos que se encuentra detenida por la policía francesa”.

Baqai subrayó además que los motivos de su arresto aún eran desconocidos: “Tenemos entendido que esta respetada señora era una activista en apoyo al pueblo palestino y, al parecer, había publicado contenidos en solidaridad con la población oprimida de Gaza”.

No se trata de un episodio aislado. En nombre de un secularismo que se presenta como garantía de neutralidad entre religión y política, muchas democracias europeas han endurecido su postura frente a las expresiones públicas de empatía con la causa palestina, especialmente cuando provienen de ciudadanos musulmanes. Como ya advirtió la antropóloga Saba Mahmood, el secularismo moderno está lejos de ser imparcial: más que asegurar la igualdad de todas las voces en el espacio público, actúa como un dispositivo de disciplinamiento que define qué formas de sufrimiento pueden ser reconocidas y qué compromisos éticos resultan aceptables.

En este marco, el activismo propalestino no es leído como una legítima postura política, sino como una amenaza al orden democrático liberal. La lógica que parece haber operado en el caso Esfandiari es reveladora: mientras se protege la libertad de expresión cuando las causas coinciden con las prioridades geopolíticas de Occidente, se recurre al discurso de la seguridad nacional cuando esas voces denuncian al régimen israelí o muestran solidaridad con las víctimas en Gaza.

Pero lo más inquietante del caso Esfandiari no es solo la evidente asimetría en la aplicación de principios democráticos, sino lo que revela sobre un mecanismo estructural de exclusión. El teólogo francés Gil Anidjar ha denominado a este fenómeno “la política de la sangre”, una noción que describe el modo en que la modernidad occidental ha organizado sus sistemas de pertenencia y exclusión. Según Anidjar, la sangre —más allá de su dimensión biológica— ha operado como una categoría epistémica y política, articulando jerarquías religiosas, raciales y nacionales que determinan quién puede formar parte de la comunidad y quién debe quedar al margen.

Lejos de separar efectivamente religión y política, el produce y refuerza esa distinción como mecanismo de control. Así, quienes no encajan en el molde de la “ciudadanía ideal” —como Mahdieh Esfandiari, marcada por su origen, su musulmanidad y sus posicionamientos políticos— son sistemáticamente relegados a las fronteras exteriores del espacio democrático.

En este contexto, el secularismo se transforma en un instrumento de gestión biopolítica: regula la presencia y la visibilidad de determinados cuerpos en la esfera pública, decide qué discursos merecen protección y cuáles deben ser silenciados. La solidaridad con Palestina, especialmente cuando es expresada por personas musulmanas, es vista entonces como una forma de disidencia radical, un desafío al relato dominante que amenaza con desestabilizar las jerarquías geopolíticas y religiosas sobre las que se asienta el orden liberal.

Este aparato de exclusión no es una abstracción teórica. Tiene consecuencias concretas. La detención de Esfandiari, su desaparición inicial y el prolongado silencio de las autoridades francesas revelan cómo, bajo la retórica de la lucha contra el terrorismo, el secularismo puede funcionar como un dispositivo punitivo. Un mecanismo que margina sistemáticamente a quienes cuestionan la narrativa estatal, especialmente si sus demandas éticas y políticas contradicen los intereses estratégicos de las potencias occidentales.

En última instancia, lo que está en juego aquí no es solamente la libertad de expresión, sino la posibilidad misma de construir una subjetividad política alternativa. Una forma de habitar el mundo fuera de las lógicas identitarias impuestas por el Estado-nación moderno, basado en la propiedad, la homogeneidad cultural y el control simbólico. Es en este terreno donde la crítica de Anidjar adquiere todo su alcance: la política de la sangre no es solo una metáfora, sino una estructura de poder que vincula violencia, exclusión y soberanía.

El caso de Mahdieh Esfandiari, lejos de ser una anomalía, evidencia los límites de las democracias liberales para sostener sus propios principios cuando se enfrentan a discursos que desafían su hegemonía moral y política. Lo que se revela no es la solidez del secularismo como principio de inclusión, sino su vulnerabilidad como herramienta de convivencia. Y con ello, también emerge con claridad el fracaso del liberalismo como proyecto universalista capaz de acoger la pluralidad de voces y de experiencias que configuran el mundo contemporáneo.