Por Xavier Villar
Desde instituciones de élite como Columbia y Harvard hasta universidades regionales menos expuestas al escrutinio mediático, las respuestas administrativas frente a las protestas y expresiones políticas comienzan a perfilar un patrón inquietante: contención, silenciamiento y exclusión sistemática.
Estas decisiones, lejos de ser episodios aislados, responden a una lógica más amplia que algunos analistas enmarcan en términos biopolíticos: la gestión del cuerpo social mediante el control, la vigilancia y la neutralización de todo aquello considerado políticamente disfuncional o amenazante. En nombre del orden institucional, muchas universidades —históricamente presentadas como espacios de pensamiento crítico y pluralismo— adoptan hoy una postura cada vez más reactiva ante la disidencia, especialmente cuando esta cuestiona la política israelí o expresa solidaridad con Palestina.
La Universidad de Columbia ilustra con claridad este giro. Tras fuertes presiones externas, su Departamento de Estudios del Medio Oriente fue sometido a supervisión administrativa, lo que generó serias dudas sobre la autonomía académica. Paralelamente, organizaciones estudiantiles pro-palestinas han sido suspendidas, y profesores críticos con la violencia ejercida por el Estado israelí han perdido sus puestos de trabajo.
Uno de los casos más representativos es el de Helyeh Doutaghi, académica iraní especializada en derecho, apartada de su cargo tras ser vinculada —con fundamentos escasamente sólidos— a entidades acusadas de mantener una retórica antiisraelí. Doutaghi sostiene que su despido respondió directamente a su postura pública contra la ofensiva militar en Gaza.
“La universidad se está convirtiendo en un espacio de vigilancia y opresión”, denunció en declaraciones públicas. “En colaboración con el aparato represivo del Estado, estas instituciones están sentando precedentes nuevos y peligrosos sobre las reglas de juego en todo el país”.
La campaña de represión académica que se despliega hoy en las universidades estadounidenses contra profesores y estudiantes —particularmente musulmanes— que denuncian el genocidio en Gaza puede leerse a través del prisma teórico propuesto por Judith Butler en su análisis del llamado “fantasma del género”. Según la filósofa, ciertos términos —como “género”, en el discurso del movimiento anti-género— son vaciados de su significado original y convertidos en símbolos flotantes, todopoderosos, susceptibles de ser culpados de todos los males sociales. Dejan de describir realidades concretas para operar como catalizadores emocionales: movilizan miedos, canalizan frustraciones y justifican políticas represivas.
Algo similar ocurre hoy con el término “antisemitismo”, cuya instrumentalización en sectores del poder político y académico estadounidense ha producido un efecto comparable. Lejos de denunciar discursos o actos reales de odio, la acusación de antisemitismo se activa, en muchos casos, como un mecanismo para estigmatizar y castigar cualquier crítica al Estado de Israel, especialmente cuando proviene de voces musulmanas, árabes o vinculadas al Sur Global.
En este nuevo escenario, la figura del académico musulmán —o simplemente del crítico de la violencia israelí— se transforma en un “fantasma” político: un sujeto sospechoso, ideologizado, infiltrado, cuya presencia se percibe como una amenaza para la estabilidad institucional, la seguridad del campus o el consenso liberal. Su trayectoria profesional, el rigor de su pensamiento o la matización de su discurso resultan irrelevantes: se convierte en un blanco a neutralizar.
Este mecanismo simbólico responde a una lógica más amplia y profundamente autoritaria. La universidad, lejos de funcionar como espacio de pensamiento crítico, se redefine como un entorno de inmunización ideológica, donde toda disidencia vinculada a Palestina —sobre todo si proviene de sujetos racializados o de tradición islámica— es tratada no como parte del debate democrático, sino como una anomalía que debe ser erradicada. Se recubre esta operación con un lenguaje de “tolerancia”, “convivencia” o “seguridad”, mientras se vacían de contenido los principios fundamentales de la libertad académica.
En este marco, el Islam —y en particular un Islam político que se oponga al genocidio en Gaza— es presentado como una fuerza invasiva y desestabilizadora, una amenaza existencial para la civilización occidental y la identidad nacional. Este “espectro del Islam”, cuidadosamente fabricado y completamente desvinculado de las realidades cotidianas de las comunidades musulmanas, actúa como chivo expiatorio en un clima mediático y político cada vez más marcado por el miedo y la desconfianza.
El resultado es conocido: la retórica del terrorismo y la seguridad nacional se despliega para disciplinar discursos que, desde una perspectiva ética y política, cuestionan el statu quo. Y aquí conviene recordar que el término “terrorismo” no es solo una categoría descriptiva; es, ante todo, una herramienta prescriptiva. Nombrar algo como “terrorismo” es producir un efecto inmediato: se activa un repertorio de prácticas represivas —censura, persecución, detención, deportación, incluso violencia física— que quedan legitimadas por la existencia de una amenaza construida y aceptada sin mayor cuestionamiento.
Desde una perspectiva discursiva, el “terrorismo” funciona como marca de exclusión. Señala al “otro” —al bárbaro, al salvaje, al enemigo interno— y lo expulsa simbólicamente de la comunidad política. Una vez deshumanizado, todo acto contra él se vuelve no solo legítimo, sino necesario para la preservación del orden.
Lo que ocurre hoy en las universidades de Estados Unidos no es, por tanto, un simple conflicto entre libertad académica y gestión institucional. Es el síntoma visible de una deriva más profunda, donde conceptos como “terrorismo”, “antisemitismo” o incluso “seguridad” son utilizados para justificar la exclusión sistemática de voces críticas, especialmente si provienen de estudiantes o académicos musulmanes o solidarios con la causa palestina. Bajo una retórica de orden, neutralidad y tolerancia, se está configurando un régimen de vigilancia ideológica que redefine los márgenes de lo decible y lo pensable en el ámbito universitario.
No se trata de un fenómeno aislado ni coyuntural. Es parte de una ofensiva global contra toda forma de disidencia que cuestione los pilares del poder geopolítico occidental. El activismo palestino —por su densidad histórica, ética y política— se ha convertido, en este contexto, en un blanco prioritario.