La teoría diplomática moderna no solo afronta desafíos relacionados con la interpretación de las ideas de los grandes pensadores del arte de la negociación entre Estados —desde Maquiavelo hasta Kissinger— o con la evolución de la diplomacia desde sus formas tradicionales hasta las nuevas prácticas del siglo XXI. El problema de fondo es mucho más profundo y estructural: se trata de una teoría que nace en Occidente, para Occidente, y que pretende aplicarse de forma universal sin examinar críticamente los sesgos culturales y epistemológicos que la sustentan.
La mirada eurocéntrica que predomina en la teoría diplomática perpetúa una injusticia epistémica al ignorar las voces, experiencias y conocimientos de las sociedades no occidentales. En otras palabras, la diplomacia ha sido cómplice de una visión colonial del mundo que sigue impregnando los discursos y prácticas internacionales actuales.
El origen de este sesgo se encuentra en la colonialidad global, un modelo de poder que surgió en el siglo XV con la expansión europea y que estableció jerarquías culturales, raciales, de género y de saberes. Bajo este sistema, Occidente se situó en la cúspide de todas las categorías, desde la religión y el idioma hasta la construcción misma del conocimiento.
Sin embargo, es importante distinguir entre colonialismo y colonialidad. Mientras que el colonialismo hace referencia a la ocupación territorial y la reorganización del poder político-administrativo por parte de las potencias europeas, la colonialidad es un principio organizador más profundo y persistente que se extiende a diversas esferas de la vida social.
La colonialidad atraviesa las relaciones económicas, las estructuras políticas, las dinámicas de género y sexualidad, los sistemas de conocimiento e incluso los espacios íntimos, como los hogares y las prácticas espirituales. Se trata del lado oscuro y oculto de la modernidad europea, un proyecto que, desde el Renacimiento, ha moldeado el mundo mediante jerarquías de poder entrelazadas que todavía perduran.
Esta matriz de dominación no se limita a la imposición de estructuras políticas coloniales, sino que también se extiende a la construcción de identidades y a la idea misma de humanidad. Las categorías de lo civilizado y lo bárbaro, lo racional y lo irracional, lo moderno y lo atrasado, se han levantado sobre una base eurocéntrica que ha determinado quiénes tienen voz y quiénes son condenados al silencio.
De esta lógica surge la noción de la colonialidad del poder, de la identidad y del conocimiento. Esta última —la colonialidad del conocimiento— ha sido quizás la más persistente y eficaz. Se manifiesta en la capacidad del eurocentrismo para presentarse como el único relato legítimo sobre lo moderno, lo racional y lo universal. Bajo esta lógica, otros saberes y formas de pensamiento han sido marginalizados y deslegitimados, perpetuando una injusticia epistémica que sigue condicionando la manera en que interpretamos y organizamos el mundo.
En este contexto, la teoría diplomática que Richard Nephew expone en su artículo no es más que un monólogo entre europeos sobre aquello en lo que ya están de acuerdo: la diplomacia como un relato occidental que reivindica su propio papel en la modernización del mundo.
Este enfoque perpetúa la idea de que la práctica diplomática y sus fundamentos teóricos surgen exclusivamente de las experiencias occidentales, invisibilizando otras formas de gestionar los asuntos políticos a lo largo de la historia. Desde esta óptica eurocéntrica, la diplomacia se presenta como una manifestación universal de modernidad, ignorando los saberes y prácticas diplomáticas de civilizaciones no occidentales.
Sin embargo, las formas de negociación, mediación y resolución de conflictos han existido en numerosas culturas y momentos históricos: desde los acuerdos diplomáticos entre los imperios asiáticos hasta los consejos tribales africanos o las prácticas de diplomacia comunitaria en América Latina. Incorporar estas experiencias no solo enriquecería la teoría diplomática, sino que permitiría romper con la hegemonía epistémica que Occidente ha impuesto durante siglos.
Construir un diálogo plural y global no significa descartar los aportes occidentales, sino situarlos en un contexto más amplio y reconocer que la modernidad y sus instituciones no son un destino único, sino el resultado de múltiples trayectorias históricas que han coexistido —y, con frecuencia, han sido ignoradas— en la construcción del orden mundial.
La teoría diplomática que ha dominado el pensamiento internacional sigue siendo, en esencia, una conversación cerrada en torno a Occidente: un relato centrado en sus logros, sus voces y sus archivos históricos. Este marco conceptual parte de un diseño monotópico, en el que las demás culturas y pueblos aparecen únicamente como “el otro”, como sujetos a observar, analizar o civilizar, pero no como actores plenos de la historia diplomática.
Esta visión proviene del Occidente epistémico, un locus de enunciación que no solo encierra a los propios occidentales en sus categorías de pensamiento, sino que también atrapa a quienes provienen de otras culturas. Estos últimos, a menudo, se ven forzados a adaptarse a las herramientas de la racionalidad occidental —como el análisis “objetivo”, los significantes flotantes o el llamado pensamiento del punto cero, que se presenta como un método científico neutral e incuestionable.
La imposición de estas categorías ha provocado que, incluso fuera de Europa, quienes se educan bajo los cánones occidentales acepten la premisa de la universalidad del discurso occidental. En este esquema, las experiencias históricas europeas se presentan como experiencias globales, mientras que los saberes de otras culturas quedan marginalizados o forzados a internacionalizarse bajo esos mismos parámetros, sacrificando su riqueza y diversidad.
Desde esta perspectiva, la teoría diplomática sigue siendo un relato centrado en Occidente: un discurso que prioriza lo que hicieron los grandes hombres europeos, los logros de las potencias occidentales y las ideas de sus pensadores más influyentes. Sin embargo, este relato adopta un tono universalizante que oculta sus raíces geopolíticas y culturales para presentarse como un lenguaje neutro y deslocalizado.
El artículo de Richard Nephew se inscribe en un marco político internacional donde la diplomacia parece tener como objetivo fundamental la contención de Irán. Incluso en los sectores más “progresistas” de Estados Unidos, la voluntad de diálogo sigue marcada por la percepción de Irán como un actor extraño y amenazante, ajeno a la comunidad internacional. En este sentido, la diplomacia, lejos de abrir espacios de entendimiento, parece funcionar como una herramienta para gestionar el miedo.
Este miedo, sin embargo, no se reduce a una reacción emocional. Forma parte de una economía de los afectos, un sistema simbólico que atribuye significados específicos a ciertos cuerpos —físicos y políticos—, configurando su lugar en el mundo. En el caso de Irán, esta economía ha impregnado al país con una serie de significantes negativos —terrorismo, extremismo, desestabilización— que no solo alimentan el temor, sino que justifican la necesidad de contenerlo. Este proceso va más allá de una simple respuesta política y define las relaciones internacionales bajo términos de desconfianza y hostilidad.
Nephew, en su análisis, reproduce esta narrativa dominante, adhiriéndose plenamente a los marcos teóricos tradicionales de la diplomacia occidental. Su texto carece de alternativas o cuestionamientos que inviten a repensar las relaciones internacionales fuera de las lógicas de poder hegemónicas. Omite considerar otras formas de gestionar los conflictos y las relaciones diplomáticas que no dependan exclusivamente de la visión occidental del mundo.
Como se ha señalado previamente, el artículo de Foreign Affairs tiene un objetivo claro: la contención de Irán y el control de su programa nuclear. Sin embargo, este enfoque omite, por completo, los deseos políticos de la República Islámica y su propia agencia como actor global. Este tipo de enfoque unidireccional reduce la complejidad de la situación a una mera cuestión de poder y amenaza, sin considerar las tensiones internas de Irán ni sus legítimas aspiraciones como nación soberana.
La perspectiva de Nephew, al centrarse exclusivamente en la gestión de la amenaza percibida, no abre el debate hacia una diplomacia inclusiva que busque la cooperación y el entendimiento entre naciones, sino que parece perpetuar una lógica de confrontación. Al hacerlo, bloquea la posibilidad de acercamientos genuinos entre actores globales y refuerza un orden internacional donde las voces y agencias fuera de Occidente siguen estando subyugadas a una narrativa unidimensional.
Por Xavier Villar